OWEN FISS[I]
La libertad de expresión es uno de los derechos más preciados en una democracia. Y aunque su definición y su contenido hayan sido discutidos, ha recibido el apoyo de todo el espectro político.
La libertad de expresión ha servido también para poner de manifiesto las tensiones que subyacen en el seno mismo del liberalismo. Si tradicionalmente se había considerado al Estado como un enemigo de la libertad de expresión que amenaza la autonomía expresiva de los ciudadanos, en este libro se aborda la posibilidad de analizar al Estado como un amigo de esa libertad. El Estado debería crear las condiciones que posibilitan un debate "desinhibido, vigoroso y completamente abierto" que contribuya al autogobierno colectivo.
La primera peculiaridad del pensamiento de Owen Fiss es su pretensión de analizar los concretos problemas que plantea la libertad de expresión a partir de una construcción teórica previa. Sus tesis pueden sintetizarse como sigue:
1ª) Una concepción de la Constitución y de la democracia. Aunque no lo afirme de modo expreso, Fiss parece admitir, al hacer suyo el ya clásico planteamiento del juez Bork, que la primera función de la Constitución es la garantía de un concreto sistema de gobierno, y este no es otro que el democrático, entendido como aquel «que atribuye la responsabilidad final al público para que decida cómo quiere vivir». Más en concreto, la democracia será concebida por Fiss, al modo de un «metaprincipio», como la suma de cinco principios, a saber: soberanía popular, independencia económica, elección meditada, participación activa y satisfacción ciudadana, con lo que se ofrece una definición muy amplia de democracia, seguramente contraproducente por su excesiva ambición.
2ª) Una concepción de la libertad de expresión. La libertad de expresión «no es un fin en sí mismo»: sirve, antes que para garantizar los intereses particulares de los ciudadanos concretos, para asegurar el mantenimiento de la democracia y, sobre todo, de su principio fundamental, el de la elección meditada.
3ª) Una constatación empírica. De esta forma, se constata algo que contradice los más clásicos presupuestos liberales: el principal enemigo de la libertad expresión no resulta ser aquí tanto el poder público como el poder privado; las implicaciones que para la teoría de los derechos fundamentales se deducen de ello son, por supuesto, de alcance esencial.
4ª) Una consecuencia de orden jurídico-constitucional. Si la libertad de expresión tiene por principal misión garantizar un debate público «desinhibido, vigoroso y completamente abierto» y si a ese debate no puede llegar la sociedad autónomamente, por encontrarse presa de las fuerzas económicamente dominantes, que siguen la lógica del beneficio y no los imperativos de la democracia, se sigue una consecuencia obvia: la Primera Enmienda exige al Estado («la más pública de nuestras instituciones», la única con poder «para resistir las presiones del mercado», intervenir sobre los medios de comunicación más poderosos, con el único fin de corregir las disfunciones del sistema económico y social y lograr la consecución del pretendido debate público, esencial al menos para la práctica de una «elección meditada». De esta forma, el Estado se presenta con una nueva faceta, «activista», muy distinta a la tradicional, como un garante de la libertad de expresión mediante acciones positivas permanentes y sistemáticas, de forma tal que, según la tesis defendida, «la libertad de expresión opera más como una justificación que como un límite a la acción del Estado».
A la vista de las cuatro tesis citadas, el diagnóstico de Fiss resulta ser el siguiente: la práctica judicial, así como importantes sectores de la izquierda (por ejemplo, el movimiento Critical Legal Studies, todavía apegado a su utópica creencia en la autoregulación de la sociedad: y de la mayoría de la doctrina continúan en el fondo, pese a su proclamada fe en la democracia, anclados en la concepción liberal clásica, lo que incapacita a todos ellos para comprender y poner freno a la denunciada inexistencia de un debate público acorde con las exigencias de nuestro tiempo.[II]
La doctrina dominante en la jurisprudencia es denominada «la Tradición», a la que dedica este párrafo: «La Tradición recibida presupone un mundo que ya no existe y que ya no podemos resucitar: un mundo donde el principal foro político es la esquina de la calle. La Tradición ignora las múltiples maneras cómo el Estado participa en la construcción de todo lo social y cómo la estructura social sesgará, si se la deja librada a sí misma, el debate público. También hace que las elecciones a las que nos enfrentamos parezcan demasiado fáciles. La Tradición recibida no tiene en cuenta el hecho de que para servir al propósito último de la Primera Enmienda, a veces nos puede parecer necesario restringir la libertad de expresión de algunos elementos de nuestra sociedad con el objeto de realzar la voz relativa de otros y que, a menos que la Corte permita y a veces incluso exija que el Estado así lo haga, nosotros como pueblo nunca seremos verdaderamente libres».
Para un constitucionalista que partiera de la aceptación genérica de la concepción de Fiss de la libertad de expresión, las enseñanzas de mayor interés que cabría extraer de las obras comentadas habrían de centrarse seguramente en dos aspectos puntuales: la metodología utilizada y las concretas implicaciones jurídico-constitucionales de la aludida concepción, con los problemas específicos que su articulación práctica plantea.
El Derecho Fundamental a la libertad de Expresión, como casi todos, sirve a diversas funciones, (desde luego, también al interés individual de su titular), resultando conveniente diferenciar entre las distintas hipótesis de su ejercicio. Así por ejemplo, cuando son los medios de comunicación social (prensa, radio y televisión, también sujetos activos de la libertad de expresión: quienes se expresan destaca («predomina su carácter objetivo», diría nuestro Tribunal Constitucional) la funcionalidad del derecho al servicio de la democracia (si bien no puede eliminarse del todo su faceta «libertaria»: el típico derecho subjetivo no puede nunca desaparecer del todo), lo que debe traducirse en una diferente determinación (a menos) del contenido del derecho subjetivo, de forma tal que los principios democrático (debate público) y del Estado social operan como límites impropios o inmanentes del derecho fundamental.
Además, no sólo el contenido de la libertad de expresión ejercida por los medios resulta disminuido; más adelante, en el análisis de las intervenciones (justificadas, por ejemplo, en la propia libertad de expresión de las minorías o, mejor aún, en el derecho del público a estar informado) sobre dicho contenido se podrá admitir una mayor flexibilidad en el juicio de proporcionalidad.
En todo caso, se considera que el blanco principal de los ataques de Fiss no es tanto el método tradicional de la ponderación como el Estado abstencionista, la dejación de su deber de protección de los derechos fundamentales. Su objetivo es demostrar demostrar, frente a la concepción mayoritaria, que el poder público está constitucionalmente obligado a realizar acciones positivas en favor de la libertad de expresión. Fiss es bien consciente de la necesidad de concretar dicha intervención: «A menos que [...] comencemos a explicar precisamente qué queremos decir cuando hablamos de un debate que es desinhibido, vigoroso y completamente abierto y a valorar diversas intervenciones y estrategias a la luz de su contribución a ese fin, nunca estableceremos la precondición efectiva de una verdadera democracia».
Los riesgos que de la intervención estatal podrían derivarse no son desconocidos para Fiss: el Estado (que es en Norteamérica, como aquí, un Estado de partidos) puede mejorar el debate público, pero también puede empeorarlo primando por ejemplo los puntos de vista gubernamentales. Para ello, dos soluciones se imponen como antídoto a este problema, nunca evitable del todo: en primer lugar, el obvio control judicial sujeto a su vez a la crítica social de las decisiones de la Administración e incluso del legislador , o a otras fórmulas organizativas. Las formas de intervención estatal que Fiss propone para «enriquecer el debate público», pueden ser sistematizadas en cuatro categorías. Así, nos encontramos con medidas de naturaleza y aplicación muy distinta, tales como:
1.°) Intervención administrativa directa mediante la creación y sostenimiento de medios públicos de comunicación.
2.°) Medidas relativas a las empresas que intervienen en el sector, favoreciendo a las minorías en la concesión de las licencias y, sobre todo, impidiendo la concentración de los medios. El criterio a tener en cuenta deberá ser el de la audiencia considerada en su conjunto, no el de la mera participación accionarial.
3.°) Obligaciones relativas a los contenidos difundidos por los medios,consistentes tanto en los programas de necesaria emisión como en el tratamiento (fundado en el principio de neutralidad) otorgado a los temas abordados.
4.°) Subsidios en favor de los medios que favorezcan la expresión de las opiniones minoritarias o que no tienen cabida en las programaciones de los medios que controlan la audiencia.
Del planteamiento inicial del autor parece deducirse la existencia de un derecho (no un «regalo»), de prestación del que serían sujetos sobre todo las minorías.
Fiss presta atención a los problemas concretos planteados en su país , tomando partido, con pretensiones de influencia en los debates abiertos a la opinión pública. Fiss es un perfecto ejemplo de que el compromiso político (inherente al auténtico intelectual) no está reñido con el rigor científico ni con la objetividad de los planteamientos. El optimismo básico como actitud vital y una actitud crítica con la jurisprudencia.
¿Cuál es la libertad de expresión de alguien que no puede hacerse escuchar?
No es mucha, bien pensado, y Owen Fiss sugiere que esto es algo que concierne a la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. En este libro, una maravilla de la capacidad de concienciación y elocuencia, el autor reanima el debate sobre la libertad de expresión para invitar a reflexionar sobre el papel de la Primera Enmienda que garantiza el debate público, es decir un debate, en palabras de William Brennan, 'desinhibido, robusto y abierto'. Los discursos de difamación, de denuncia de pornografía, sobre los donativos para campañas electorales o sobre subvenciones a actividades artísticas dan lugar a una acalorada y a veces sobrecalentada lucha sobre tales asuntos. De esta manera se confronta con frecuencia la libertad, tal como está contemplada en la Primera Enmienda, con la igualdad garantizada por la Decimocuarta. Fiss presenta una visión democrática de la Primera Enmienda que supera esta oposición.
Si la participación igual es una condición previa para el debate público libre y abierto, entonces la Primera Enmienda orienta los valores tanto de la libertad como de la igualdad. Analizando los efectos silenciadores de los discursos y su poder de imponerse, de intimidar al adversario de menor apoyo y representación o al que tenga una dicción menos afortunada, Fiss muestra cómo las exigencias de restricciones de gastos políticos o los discursos difamatorios pueden enjuiciarse o defenderse desde los términos de la Primera Enmienda y no a pesar de ella. De manera parecida, cuando el Estado exige a los medios de comunicación que emitan los discursos de la oposición o cuando subvenciona tipos de arte que ofrecen puntos de vista controvertidos o vanguardistas, está cumpliendo con su papel de proteger el autogobierno democrático contra las agregaciones de poderes privados que lo traicionen.
Aunque la mayoría de los liberales tachan al Estado como enemigo de la libertad y a la Primera Enmienda como represora, ésta nos recuerda que el Estado también puede ser amigo de la libertad, protegiendo y apoyando a aquellos discursos que, de otro modo, permanecerían inaudibles, privando a la democracia de la plenitud y riqueza de sus posibilidades de expresión.
Las obras de Fiss aportan a nuestra doctrina de la libertad de expresión una dosis de frescura y novedad que no conviene menospreciar. En primer lugar, ofrecen sugerentes argumentos en favor de la necesaria concepción democrática de la libertad de expresión (complementaria, si se quiere, de la «libertaria»), la cual, todavía hoy, permanece en muchos páises prácticamente inexplorada. En segundo lugar, contienen interesantes referencias a las aplicaciones concretas de la referida concepción, que no estaña de más introducir en nuestro ordenamiento jurídico, en la línea (esta vez sí) defendida por un sector cada vez más numeroso de nuestra doctrina. Por último, aluden a muchos otros problemas adicionales de la libertad de expresión, de escaso tratamiento entre nosotros (la conveniencia de introducir o no distinciones entre el régimen de la prensa y el de la televisión, el patemalismo subyacente a la imposición de determinados programas que debería ver el elector, etc.). Al respecto, el profesor Guillermo Escobar Roca, de modo conluyente señala, que en el estudio de este derecho fundamental, como en tantas otras cosas, la ciencia norteamericana del Derecho constitucional nos lleva años de ventaja y sus fructíferas discusiones resultan de un valor incalculable; las obras del profesor Fiss son una importante muestra de todo ello.
[I] OWEN FISS: Libertad de expresión y estructura social (Fontamara, México, 1997, 203 págs.) y La ironía de la libertad de expresión (Gedisa, Barcelona, 1999, 125 págs.). En: Guillermo Escobar Roca. Revista Española de Derecho Constitucional Año 20. Núm. 58. Enero-Abril 2000. Owen Fiss es profesor de Derecho de la Cátedra Sterling de la Yale Law School en New Haven.
[II]… la crítica, lejos de resultar genérica o de quedarse en la ambigüedad, somete a un minucioso análisis las más significativas decisiones del alto tribunal, con lo que se demuestra no sólo la evolución de éste hacia un conservadurismo creciente, sino también su incapacidad para comprender la transformación de la sociedad y sus consiguientes implicaciones para la inter prefación constitucional.
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