Derecho y Dolor - Diritto e dolore

Derecho y Dolor
Diritto e dolore[I]

Todos los derechos fundamentales son configurables como derechos a la exclusión o a la reducción del dolor. Todos los derechos sociales –a la subsistencia y a la supervivencia– pueden ser concebidos como expectativas positivas, o sea a prestaciones públicas dirigidas a reducir el dolor sufrido, en un sentido amplio natural, como las enfermedades, la indigencia, la ignorancia, la falta de medios de subsistencia.

Precisamente, los derechos de libertad, junto con el derecho a la vida y a la integridad personal –consistentes todos en expectativas negativas o en inmunidades de lesión– son interpretables como derechos dirigidos a prevenir el dolor inflingido, o sea el mal provocado por los hombres, a través del derecho penal y la regulación y minimización de la reacción punitiva al delito. Por otro lado, todos los derechos sociales –a la subsistencia y a la supervivencia– pueden ser concebidos como expectativas positivas, o sea a prestaciones públicas dirigidas a reducir el dolor sufrido, en un sentido amplio natural, como las enfermedades, la indigencia, la ignorancia, la falta de medios de subsistencia.

Ferrajoli piensa que toda la historia del derecho moderno puede ser leída como la historia del desarrollo, en formas siempre más complejas y articuladas, de la estructura institucional de la esfera pública como sistema de respuestas a estos dos tipos de dolor o de males distinguidos por Natoli. Ciertamente el derecho moderno, el del Estado liberal de derecho, nace en el terreno del derecho penal, como Estado y derecho mínimos dirigidos a organizar, en tutela de los derechos de libertad y de inmunidad, dos tipos de respuestas al dolor inflingido, correspondientes a los dos objetivos justificatorios del derecho penal en los cuales he identificado el paradigma del derecho penal mínimo: la minimización del dolor inflingido a los individuos en las relaciones entre ellos, a través de la prohibición y sanción como delitos de las ofensas producidas a los derechos de los demás; y la minimización del dolor inflingido por el Estado bajo la forma de penas, a través de los límites a las mismas impuestos por los derechos de libertad sobre todo a su potestad de prohibir, es decir de configurar como delitos el ejercicio de libertades fundamentales o comportamientos inofensivos, y en segundo lugar a su potestad de castigar, a través de límites impuestos por las garantías procesales.

El derecho penal se justifica si y solo si previene y minimiza, a través de sus normas primarias o sustanciales, las ofensas y los sufrimientos inflingidos por los delitos y, a través de sus normas secundarias o procesales, las ofensas y sufrimientos inflingidos por las reacciones punitivas a los delitos. Pero no se ha sostenido, de hecho, que realice estas finalidades de prevención y de minimización del dolor que lo justifican. La historia de los procesos y de las penas (la inquisición, los suplicios, las picotas, las torturas judiciale), ha sido mucho más cruel e infamante para la humanidad que toda la historia de los delitos.
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Pero el derecho contemporáneo se ha desarrollado en el último siglo, además, en las formas del Estado social de derecho, como Estado y derecho máximos dirigido a organizar, en tutela de los derechos sociales, un sistema de respuestas al dolor sufrido y por así llamarlo “natural”: a las enfermedades a través del derecho a la salud, a la ignorancia a través del derecho al estudio, a la indigencia a través de los derechos a la asistencia y a la previsión. El paradigma del Estado de derecho es siempre el mismo: el desarrollo de una esfera pública, que tutele el conjunto de derechos fundamentales estipulados en esos pactos fundadores de la convivencia social que son las constituciones, como objetivo o razón de ser del derecho y del Estado.

El derecho, todo el derecho, siendo un “artificio” construido por los hombres –como derecho “positivo” y no ya “natural”– se justifica racionalmente si y solo si se realiza la minimización del dolor.[II]

En ausencia de una esfera pública internacional que esté a la altura de los nuevos poderes extra y supra-estatales, –las guerras, la pobreza endémica, los millones de muertos cada año por la falta de alimentación básica y de fármacos esenciales– ha vuelto a ser el signo dramático del vacío de derecho y de su papel garantista. Ciertamente, luego de la ruptura de la legalidad internacional producida por las recientes guerras globales, las perspectivas sobre el futuro del derecho internacional no son muy estimulantes. Sin embargo la Carta de la ONU, la Declaración universal de derechos humanos y las demás convenciones y cartas de derechos que abundan en el derecho internacional diseñan ya hoy los lineamientos de una esfera pública planetaria.

El hecho de que estas cartas y los derechos y principios en ella establecidos sean manifiestamente inefectivos por falta de garantías idóneas no significa que no sean vinculantes, sino solo que en el ordenamiento internacional existen vistosas lagunas –lagunas, justamente, de garantías– o sea incumplimientos que es tarea de la cultura jurídica denunciar y obligación de la política reparar. Significa, en concreto, si tomamos en serio el derecho internacional, que existe el deber, incluso antes que el poder, de promover un funcionamiento serio de la Corte Penal Internacional sobre los crímenes contra la humanidad; de orientar las políticas de las instituciones financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, a la ayuda y al desarrollo económico de los países pobres en vez de su estrangulamiento.

Este es el desafío que la crisis actual de los Estados nacionales y de su soberanía lanza hoy al derecho y a la política. Es un desafío que genera una específica responsabilidad civil e intelectual para la cultura jurídica y politológica, que no puede seguir en la resignada y desencantada contemplación de lo existente. Hoy el papel crítico y proyectual de la ciencia jurídica es todavía más ineludible que en el pasado, ya que está escrito en ese embrión de constitución del mundo formado por las cartas internacionales sobre la paz y los derechos humanos. Está en juego el futuro de miles de millones de seres humanos, e incluso la credibilidad y supervivencia misma, contra el surgimiento de nuevas guerras, violencias y terrorismos, de nuestras ricas pero frágiles democracias.

[I] Luigi Ferrajoli. En: El canon neoconstitucional. Miguel Carbonell & Leonardo García Jaramillo (Eds.) Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2010, 660 pp. Col. Serie intermedia de teoría jurídica y filosofía del derecho, núm. 8. ISBN: 9789587104691. Y en: Isonomía: Revista de teoría y filosofía del derecho, ISSN 1405-0218, Nº. 27, 2007 , pags. 195-204.
[II] … Descubrimos entonces que ni siquiera la mayoría, que consintió la toma del poder por el fascismo y el nazismo, ni siquiera el consenso de masas utilizado por los regímenes totalitarios, garantizan la calidad de los poderes públicos; que también la regla de la mayoría, sino está sometida a una ley superior, puede siempre degenerar, convertirse en la ley del más fuerte y legitimar guerras, destrucciones, violaciones de la vida y de la dignidad de las personas y supresiones de las minorías. Es sobre la base de estas terribles experiencias –los “sufrimientos indecibles de la humanidad” (una vez más, el dolor) que, como dice el preámbulo de la Carta de la ONU, han sido inflingidos a la humanidad por el “flagelo de la guerra” y por las violaciones de los derechos humanos– que al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial fue refundado el constitucionalismo a través de su expansión hacia el derecho internacional y por medio de la rigidez impresa a las constituciones estatales.

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