La negación de los derechos de los niños en Platón y Aristóteles




La negación de los derechos de los niños en Platón y Aristóteles
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La protección eficaz de los derechos de los niños y la articulación de un buen sistema educativo forman parte de esa lista innumerable de deudas que la sociedad no está nunca en condiciones de saldar y cuya gestión, sin embargo, tiene una importancia capital. Aunque en el ámbito de la política como estrategia o, incluso, en el del mercado, suele ocultarse el hilo temporal que representan las experiencias del pasado, me parece que en pedagogía (que también es terreno de política y mercado) la pérdida de referentes y el desprecio por la memoria es, si cabe, una muestra mayor de torpeza, de ingenuidad o de imprudencia.

La concepción del niño como sujeto autónomo o, simplemente, la protección de la infancia, no aparece más que indirectamente en el pensamiento político de Platón y de Aristóteles; un pensamiento que, sin embargo, encuentra en la buena educación del menor uno de sus más sólidos pilares.

En la filosofía clásica en general y en la platónica y aristotélica en particular, el niño es considerado como una persona física, intelectual y moralmente imperfecta que no puede identificar sus intereses y al que, en consecuencia, no es posible considerar titular de derecho alguno. El niño “se caracteriza por sus deficiencias antes que por sus capacidades”, por carecer de ciertas cualidades que podrían predicarse de los mayores. Su debilidad física, incapacidad mental e incompetencia moral han de verse como un todo que se deriva, entre otras cosas, de la ausencia en el niño de un mínimo control racional. Y es que el niño está gobernado por la parte irracional del alma (Platón), por los deseos y apetitos, por la pasión y la voluntad (Aristóteles), y es precisamente por eso por lo que, entre otras cosas, no puede ser virtuoso ni tampoco propiamente feliz. De esta manera, el interés del menor no tiene apenas relevancia en los modelos analizados, dado que la infancia se concibe únicamente como un tránsito hacia la madurez. En consecuencia, el trato que se le debe dispensar al niño se justifica exclusivamente por su adecuación a la mejor formación del futuro adulto-ciudadano, es decir, sólo en cuanto beneficiario indirecto de una estrategia de largo plazo (lo cual no significa, por supuesto, que el niño carezca por completo de valor). En este marco, parece lógico que la formación del ciudadano mediante la educación sea decisiva tanto para Platón como para Aristóteles.

El mejor ciudadano será virtuoso, podrá alcanzar la felicidad y, además, conformará la mejor sociedad política. Evidentemente, la consecución de este objetivo no resulta fácil y exige que el proceso educativo no sólo se oriente a la asimilación de conocimientos teóricos, sino también de hábitos y costumbres que permitan a las personas participar de la virtud (en la medida en que su naturaleza lo haga posible); es decir, que permitan a las personas someterse a la razón, a la parte racional de su alma y, de esta manera, lograr un desarrollo más autónomo. La estrecha relación que Platón establece entre la virtud del buen ciudadano y la del buen hombre se suaviza, sin embargo, en Aristóteles para quien ambas virtudes no van necesariamente de la mano (aunque sería lo deseable). A Aristóteles, más pragmático, le interesa especialmente el desarrollo de la virtud que facilita la integración del hombre en la comunidad (la ciudad) y el desempeño de un rol apropiado dentro de ella. Desempeño indispensable para la conservación de una sociedad política unida por los mismos valores y objetivos.

No hay que obviar la importancia que tiene en este esquema la naturaleza del niño (especialmente en Aristóteles), el “material” original con el que se trabaja; un material que, excepto en casos extremos, es posible dominar, pero con el que hace falta lidiar durante un buen número de años. Y no hay que olvidarlo porque de tal concepción se pudo derivar, entre otras cosas, la defensa de ciertas prácticas eugenésicas y la articulación de un auténtico control de calidad de la naturaleza del menor. Todo ello sin considerar ahora la gradación o, mejor, la jerarquía, que podría establecerse a partir de tal control de calidad. Puede decirse que en este punto ambos filósofos están de acuerdo pero el criterio por el que se rigen para establecer tal jerarquía parece diferente. Un ejemplo de esta distancia es el trato que en el ámbito educativo recibe la mujer, pues si en Platón debe acceder a la educación en condiciones de igualdad con los hombres, en Aristóteles la educación de la mujer no puede ser idéntica a la que recibe el hombre, pues su naturaleza inferior no le permite alcanzar la virtud de la misma manera. En otras palabras, para Platón la única causa legítima de discriminación en el sistema educativo es la capacidad intelectual de cada uno, por lo que su pedagogía adquiere tintes claramente meritocráticos, mientras que la filosofía aristotélica resulta a este respecto más estratégica y funcional.

¿Cuál es el papel que juega la familia en este proceso de formación? Dado que el desarrollo del niño se da en el marco de una familia unida, sobre todo, por relaciones de poder (aunque el afecto y el respeto mutuo son también exigidos), no resulta extraño que Aristóteles, por ejemplo, llegue a considerar al niño una “parte” del padre o progenitor, una propiedad suya. Lo cierto es que ambos filósofos defienden el respeto reverencial de los hijos hacia los padres y el gobierno de estos últimos, conforme a su voluntad, de la vida de los primeros. En tal gobierno, que ha de ser ejercido con la mayor justicia, habrá de ser el padre el que ostente la máxima autoridad dada la superioridad de la naturaleza masculina sobre la femenina.

En todo caso, hay que destacar que en La República Platón prescribe la eliminación de la unidad familiar natural apoyada en la vinculación biológica, a fin de configurar una comunidad unida por el afecto, en la que sea posible asegurar la crianza y la educación de los mejores ciudadanos. En cambio, en Las Leyes, Platón apuesta por el mantenimiento de la familia, si bien es cierto que la sigue viendo como una célula social sometida a y controlada por la ciudad. En cambio, desde una posición más apegada a la realidad de los afectos familiares, Aristóteles siempre vio en la comunidad y en la ciudad platónica el debilitamiento de las relaciones afectivas y no su fortalecimiento, concibiendo a la familia como la comunidad originaria y natural de cuyo protagonismo dependía, en alguna medida, la pervivencia del cuerpo social.

En fin, desde la revisión de los clásicos, parecería evidente que el progreso moral se ha dado en nuestras sociedades, que hemos avanzado por el camino correcto de la inclusión, sin embargo, y sin negar los objetivos alcanzados, el de los menores sigue siendo hoy un grupo vulnerable y vulnerado y nuestro sistema educativo aún está lejos de ser siquiera, en nota aristotélica, simplemente adecuado.[i]

[i] Ignacio Campoy Cervera, La negación de los derechos de los niños en Platón y Aristóteles. En: María Eugenia Rodríguez Palop Derechos y libertades: Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, ISSN 1133-0937, Año nº 12, Nº 18, 2008 , pags. 183-188

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