EL DERECHO AL FUTURO (II). Continuaciòn.
La década de los 70 –en el momento más tenso de la Guerra Fría- desarrolló un importantísimo discurso jurídico-ético sobre la guerra. Una guerra contemplada como destrucción mutua asegurada, en doctrina militar que, no por lo absurdo del proyecto, escapó al análisis de los políticos. Frente a ese temor –temor absoluto ya que, más allá del genocidio, proponía el humanicidio como sistema de respuesta militar- tanto la literatura popular y el cine como la alta filosofía y el derecho encendieron la alarma y denunciaron la radical antijuridicidad de semejante estrategia. Pero, ¿Qué es lo que realmente se reclama con esta denuncia? Aquí el concepto de futuro entra en una dinámica profundamente ontológica.
Proponen los científicos la inexistencia del tiempo fuera de la materia. Tiempo y materia terminan siendo sustancias entrelazadas en cuanto la primera no es más que una de las dimensiones de la otra. La materia es tiempo, extensión y forma. Como comenta Asimov no existió un antes del Big Bang pues es íntimamente unido a la misma materia como nace el concepto de tiempo. La física más elevada coincide ahí con la ensoñación de los mitos griegos, Cronos y Gea, tiempo y materia, surgen fundidos en una misma naturaleza. En definitiva, no hay tiempo –ni futuro- si no hay materia. Perdura lo que es. Podríamos decir, parafraseando a Hegel, que realidad y razón terminan siendo una misma cosa.
Pero si de la física acudimos a la psicología vemos que el modelo del universo se reproduce en la conciencia del hombre. La genial intuición de Gianbattista Vico rompe todos los resortes de una visión objetiva del mundo. Sólo se puede comprender lo que el mismo hombre ha creado, ergo, sólo la Historia, como producto radicalmente humano, es comprensible para el hombre. La lengua, el lenguaje, el mundo simbólico de las palabras, encuentra ahí un techo epistemológico, reducido su campo de verdad a la mera historia de lo humano. Pero entonces ¿Existe el futuro?, ¿Tiene el futuro sustancia para construir sobre su exigencia la posibilidad de un derecho?
Decía Hölderlin que el espíritu humano es a la vez común para todos y específico y singular para cada uno. La idea de futuro participa también de esta doble sustancia. Se construye sobre el devenir tanto de la persona en sí como de la sociedad –la humanidad- en su conjunto. Hemos comentado que la idea de futuro, en el fondo, no es más que un acto del habla, una construcción lingüística –y por ello radicalmente social- pero, una vez construido este acto, en el enunciado de cada una de las personas de la conjugación verbal, adquiere una subjetividad nueva. Es justamente esta percepción de futuro la que otorga al hombre su capacidad –su voluntad- de supervivencia.
En el Libro IX de la Eneida, Virgilio lo describe con una angustia inigualada en la literatura universal “¿Ponen los dioses, este fuego en nuestros corazones o es el amargo anhelo de cada uno el que se convierte en el dios de los hombres?”. Sin duda fue esta idea de futuro –de anhelo- sobre la que el animal lingüístico construyó la noción de lo divino.
La acción divina, la existencia misma de los dioses, se convierte así en consecuencia directa de esa originalidad del lenguaje. La idea de futuro reclama ese continuo fluir que sabe, como Heráclito, que el río que contempla bajo el puente, es siempre distinto, siempre nuevo, creación continua de una naturaleza en movimiento. Si el ser necesariamente existe en la temporalidad, crear es, en definitiva, una continua dación de futuros.
Al parecer del Olivan con ello entramos en los territorios más oscuros de la teología ¿Somos capaces de concebir una creación negativa? Ese lenguaje del que surge la vida ¿Conoce la posibilidad de un Creador “destructivo”? Las religiones antiguas también han reflexionado sobre este extremo. La idea de un dios negador –Satanás o Mefistófeles- o la aún más compleja y que llevó a las culturas mesopotámicas a concebir un deseo destructor en el propio Hacedor del Universo –el mito del Diluvio- descubren la angustia del hombre ante esta negación de lo existente.
Pero con ello volvemos de nuevo a nuestra primera pregunta ¿Cabe así un derecho al futuro? La reflexión se incardina, como ya hemos anunciado, en la gigantesca falla que se abre hoy a los pies del hombre. Jamás el ser humano había llegado a esa capacidad de destrucción plena de su propio ser, ya sea cultural, biológico o geológico, rebasando, así, el límite de la locura. Si el Diluvio no era más que un juego de la imaginación mitológica, el Holocausto es, sin embargo, una realidad insoslayable. La pregunta nos remite, por lo tanto, a ese extremo de la conciencia humana, a la posibilidad de ser del ser humano.
Olivan considera que es ahí donde surge la urgencia de una gramática que, a la manera de Vico, contenga la idea misma del Universo. Ese universo de formas, signos y palabras con los que creamos todo lo que nos es conocido. El derecho al futuro deviene así el primer y principal derecho en el marco de lo jurídico, la posibilidad continua de que exista siempre ese mañana que otorgue sentido a un tiempo verbal construido desde la esperanza. La crisis nuclear o la ecológica o directamente esa crisis de solidaridad que propone el “fin la historia”, no entrañan solamente la incorporación de una duda razonable sobre el destino del hombre, incorporan también una renuncia a la condición humana, a la idea misma de un “homo gramaticus”, instancia sobre la que el derecho, construcción compuesta a base de esas estructuras de futuro, pueda edificar su misma posibilidad de ser.
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